Amritsar.

Estaban sentados allí, temprano en la mañana, todos juntos. Ojos cerrados, cabezas cubiertas, repitiendo palabras casi en susurros que apenas entendía. La energía era asombrosa. Pude sentir fuerza, la fuerza de aquellos que saben que algo superior los está guiando. Sentí paz, la paz de quien confía. Sentí que pertenecía, ya que todos eran bienvenidos.

Todos se pasaban las cuentas de su Mala mientras seguían susurrando esas palabras en un estado de trance que me asombraba y me ponía celoso. Entre ellos, estaba esta hermosa dama. Ella emanaba sabiduría, fuerza, fuego y, al mismo tiempo, ternura y cuidado. Era imposible no notar su poder. Me hizo sentir seguro y en casa.

Continuaron durante una hora. Finalmente, las frases de cierre, y luego todos se fueron a trabajar con sus corazones llenos de amor y conexión.

Nunca olvidaré esto. Me encantaba estar con mi abuela cuando se sentaba con su grupo de oración cristiana por las mañanas en su casa en Caracas, Venezuela.

Esto es lo que aprendí de mi viaje a Amritsar. Es todo lo mismo. Todos somos iguales. Todos buscamos la devoción. Todos buscamos una vida amorosa donde cada uno de nuestros pasos y todas nuestras decisiones sean parte de algo más grande que nosotros mismos. Todos estamos buscando un lugar para arrodillarnos, bajar la cabeza y compartir este viaje entre nosotros y con Dios, o como prefieras llamarlo. Buscamos un hilo conductor, un faro, que nos ayude a conducir nuestra vida.

Podemos hacer esto ahora. En cualquier lugar. En cualquier momento. Porque, como decía un querido amigo, cada uno de nosotros es un Templo Dorado.

Ahora más que nunca estoy enamorado y comprometido con lo que hago ya que el yoga se ha convertido en la primera gota que apaga la sed de una sociedad que anhela reconectar con la devoción.

Gracias por leerme. Déjame saber lo que piensas en los comentarios.

Con amor y respeto,

Pedro.